Células verdes

El equivalente progre al pobre de derechas

Jorge Martínez, de Ilegales, y sus encuentros con la muerte

El “pobre de derechas” es un clásico sociológico, obrero o precario que vota conservador, defiende recortes sociales y bajadas de impuestos a los ricos mientras sobrevive gracias a subsidios, servicios públicos y convenios colectivos que detesta en abstracto pero necesita en concreto. La derecha se ríe con desprecio de su ingenuidad; la izquierda lo compadece y lo insulta a la vez.

Lo que casi nunca se señala es su equivalente simétrico en el otro extremo: el progre anticapitalista, anarquista, antisistema, de cualquier renta, que predica soberanía y autogestión en todo… menos en lo más íntimo y decisivo, que es su propio cuerpo.

Este sujeto reivindica la gestión comunitaria de los recursos, la autogestión de los medios de producción, cooperativas sin patrón y economías al margen del Estado. Desconfía —con razón muchas veces— de bancos, fondos buitre, eléctricas y del IBEX al completo. Te habla de soberanía energética, alimentaria, tecnológica y financiera. Pero cuando la conversación pasa de la fábrica al organismo, de la asamblea al sistema inmunitario, toda su épica libertaria se evapora: ahí, de pronto, la única soberanía legítima es la del complejo médico-farmacéutico.

En lo económico, denuncia sin descanso al “gran capital”; en lo sanitario, ofrece su brazo sin pestañear a multinacionales como Pfizer o Moderna para inyectarse el producto comercial estrella de la industria: vacunas y fármacos que han generado beneficios récord mientras los gobiernos firman contratos opacos y blindados. Cree con fe casi religiosa que a esas corporaciones les preocupa su salud individual y no la cuenta de resultados, como si un modelo de negocio basado en patentes, lobbies y ventas masivas fuera, por arte de magia, altruista cuando se trata de ampollas, jeringuillas y comprimidos.

Lo paradójico es que este progre se indigna si alguien propone privatizar un ambulatorio, pero demoniza a quienes intentan ejercer soberanía corporal y autogestión de la salud al margen de sistemas públicos ya penetrados y condicionados por el capital. A los que eligen otros caminos —nutrición, estilos de vida, terapias no hegemónicas, o simplemente dudas razonables ante campañas masivas de medicación— no los debate: los ridiculiza. Les niega exactamente lo que él reclama en lo laboral o lo económico: el derecho a organizarse, informarse y asumir riesgos por cuenta propia.

El paradigma reciente de esta contradicción es Jorge Martínez (Jorge Ilegal), líder de Ilegales. Icono punk, figura contestataria, anarquista y antisistema, convirtió en marca personal el insulto al poder, la burla a la obediencia y el desprecio al orden establecido. Vivió décadas haciendo de la discrepancia un oficio. Sin embargo, durante la pandemia se sumó al linchamiento de los críticos con la vacunación y llegó a llamar “hijos de puta” a los antivacunas, alineándose sin matices con el discurso corporativo-estatal que él mismo habría ridiculizado en cualquier otro ámbito.

Jorge Martínez ha fallecido el 9 de diciembre de 2025, a los 70 años, de un cáncer de páncreas tras semanas de ingreso hospitalario. No hay nada reprochable en su decisión de tratarse en el sistema sanitario: cualquiera haría lo mismo. Lo llamativo no es su tratamiento, sino la disonancia entre el personaje público —icono de la insumisión y la desconfianza hacia el poder— y su adhesión acrítica al relato sanitario oficial, incluyendo el insulto y la deshumanización de quienes no querían someterse al mismo protocolo.

Ahí se dibuja al progre perfecto: soberanía económica en abstracto, sumisión farmacológica en lo concreto. Autogestión para la fábrica, obediencia ciega para el quirófano. Anticapitalismo de camiseta y eslógan, pero fe absoluta en la rama del capitalismo que más depende del miedo, la urgencia y la captura regulatoria: la industria de la enfermedad.

Si el “pobre de derechas” sueña con ser rico votando contra sus propios intereses materiales, este progre anticapitalista sueña con ser libre subcontratando el control sobre su propia biología a las corporaciones que dice combatir. Uno deposita sus esperanzas en la mano invisible del mercado; el otro, en la mano blanqueada de bata blanca que le promete seguridad a cambio de obediencia. Y, paradójicamente, el segundo se cree moralmente superior al primero.

La contradicción no es solo intelectual; es política y vital. Porque mientras se llenan la boca con “soberanía” y “autogestión”, en el único territorio que ninguna revolución puede delegar —el cuerpo y la salud— han decidido ceder las llaves sin hacer preguntas.

Ese es el drama del progresismo de izquierdas contemporáneo: no que se equivoque, sino que predica emancipación mientras abraza, precisamente ahí donde más duele, la sumisión más dócil que cabe imaginar.

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