Células verdes

El timo del colágeno: cómo convertir restos del matadero en “nutricosmética clínica” de 40 euros el bote

Colágeno, ¿qué es? ¿cómo aumentar su producción?

En herbolarios, parafarmacias y redes sociales se repite el mismo eslogan: el colágeno es “la revolución articular”, “el escudo contra la artrosis”, “la proteína antiedad que repara tu piel desde dentro”. Se vende en polvo sabor fresa, en sticks bebibles, en cápsulas “bioactivas”, en sobres monodosis “marinos”, “bovinos”, “hidrolizados”, “tipo II nativo”. Cuesta 30, 40 o 50 euros por bote. Y no se presenta como un simple suplemento proteico, sino como una especie de terapia regenerativa al alcance de cualquiera.

La realidad industrial es bastante menos bonita. El negocio del colágeno consiste, básicamente, en tomar subproductos animales de muy bajo valor —pieles, espinas, tendones, cartílago— procesarlos, aromatizarlos, y reempaquetarlos como producto “funcional premium”. Es decir: transformar lo que históricamente ha sido material barato de despiece en un artículo aspiracional con márgenes de lujo.

El colágeno comercial no procede de “tejidos puros cultivados especialmente para la salud humana”, por mucha bata blanca que aparezca en el anuncio. Su origen es la parte del animal que el consumidor no quiere ver en el plato. En la práctica, hablamos de piel de cerdo; piel y tejido conectivo de vacuno (tendones, fascias); cartílago de pollo —sobre todo esternón— en los productos vendidos como “colágeno tipo II para articulaciones”; y piel, escamas y espinas de pescado en el llamado “colágeno marino”.

Todas esas materias primas salen de mataderos, salas de despiece industriales y plantas de procesado de pescado y piscifactorías. No son las partes “nobles” que se pagan a precio alto. El propio sector las clasifica como “subproductos”: material que, sin reprocesado, tendría un precio irrisorio o directamente costaría dinero retirar. Durante décadas eso iba a harinas animales, a piensos o a gestión de residuos. Hoy se convierte en polvo “bioactivo” con estética clínica y discurso antiedad.

El proceso técnico es bastante estándar. Primero se cuece ese material rico en colágeno (pieles, tendones, cartílago, espinas) para extraer gelatina. Luego esa gelatina se somete a hidrólisis enzimática para romperla en fragmentos proteicos más pequeños, llamados péptidos. Después se seca por atomización: queda un polvo relativamente soluble, poco oloroso y fácil de aromatizar. A continuación, se envasa como “péptidos bioactivos de colágeno hidrolizado”, se le añade vitamina C o magnesio para vestirlo de “fórmula sinérgica”, se imprimen promesas sobre movilidad articular, arrugas y “protección del cartílago”, y se coloca en la estantería entre los productos “para las articulaciones” y los “antiedad”.

A partir de ahí, el milagro ya no es bioquímico. Es económico. Una proteína en polvo convencional, de buena calidad, se puede encontrar a precios por kilo bastante razonables. El colágeno hidrolizado —que nace literalmente de piel y tejido conectivo que antes se consideraba residuo barato— se vende en frascos pequeños como si fuera biotecnología anti-envejecimiento. El margen es extraordinario.

¿Cómo se sostiene esto? Con una narrativa biológica diseñada para sonar lógica al oído del comprador. El guion comercial es: “Tu cartílago está hecho de colágeno. Si tomas colágeno oral en forma de péptidos, esos péptidos van directos a nutrir tu cartílago y tu piel. Es alimentación específica del tejido dañado”. Es una idea muy seductora. Es como decirle a alguien con una pared agrietada: “te doy ladrillos para que tu pared los absorba”.

El problema es que el cuerpo humano no funciona así de literal. Cuando comemos proteína —venga de un filete, de legumbres, de suero lácteo o de colágeno hidrolizado— el aparato digestivo la rompe en aminoácidos y péptidos pequeños. Luego el organismo reparte ese material según prioridades fisiológicas: señales hormonales, inflamación, carga mecánica, etc. No existe una autopista exclusiva que lleve el “colágeno marino premium” directamente al menisco a modo de masilla reparadora localizada.

Lo único realmente distinto del colágeno frente a otras proteínas es su perfil de aminoácidos: es especialmente rico en glicina, prolina e hidroxiprolina, y pobre en aminoácidos esenciales como el triptófano. La industria coge ese dato y lo convierte en mensaje comercial: “te doy justo los ladrillos que usa tu cartílago”. Pero esos mismos aminoácidos se obtienen con una ingesta proteica adecuada y variada, sin pagar precios de boutique por polvo de piel animal.

Aquí llega la pregunta incómoda: ¿es superior tomar colágeno respecto a tomar simplemente proteína suficiente (y trabajar la articulación con ejercicio, fuerza, fisioterapia)? La evidencia disponible no demuestra que el colágeno sea “regenerador de cartílago”, “reconstructor de menisco” ni “rejuvenecedor articular 20 años atrás”. Lo que sí hay —en buena parte financiado por fabricantes— son estudios que describen mejoras modestas en dolor percibido y en sensación de movilidad en personas con artrosis leve o con molestias articulares por deporte. Es decir, cambios en cuestionarios de dolor y función. Eso no es lo mismo que revertir el daño estructural ya existente. Y, de hecho, nada indica que esas mejoras no puedan obtenerse con la misma mezcla de aminoácidos procedente de otras fuentes más baratas.

Traducción: no es cirugía en polvo. Es proteína con marketing. Entonces, ¿por qué vende tanto? Porque no se vende como lo que realmente es (proteína procesada de origen animal). Se vende como lo que la gente desea a partir de los 40: seguir moviéndose sin dolor crónico de rodilla, que la piel no se descuelgue, que las manos no crujan, que la cara no marque la edad, que el daño acumulado pueda “revertirse” sin traumatólogo, sin fisioterapia pesada, sin bisturí.

Esa promesa tiene dos capas muy eficaces. La primera, emocional: “No es envejecimiento, es déficit de colágeno. Y yo te lo repongo”. La segunda, estética: “No estás tomando restos del matadero. Estás tomando nutricosmética clínica”.

Y ahí está la genialidad comercial. El consumidor deja de ver el producto como polvo derivado de piel porcina y empieza a verlo como una alternativa casi médica al quirófano. Lo que en origen era subproducto barato y de salida limitada pasa a percibirse como un gesto de autocuidado sofisticado.

La traducción, sin maquillaje, es que el bote de colágeno que se compra en la parafarmacia o en el herbolario no es un frasco de “juventud biológica”. Es la culminación de una operación industrial de revalorización de residuos, envuelta en vocabulario clínico y aspiracional. Y ese relato, hoy, vale muchísimo más que los huesos y pieles de los que salió.

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