La UE protege a la industria, no al consumidor: prohibiciones para productos veganos y oscurantismo con insectos comestibles

La Unión Europea vuelve a mostrar, sin rodeos, a quién sirve realmente: no al consumidor, sino a la industria cárnica y pesquera. En octubre de 2024, el Tribunal de Justicia de la UE dictaminó que los Estados miembros no podían prohibir el uso de denominaciones tradicionales de productos animales para alimentos vegetales, siempre que estos fueran transparentes y no engañaran al consumidor. Nombres como “hamburguesa vegetal” o “sushi vegano” fueron aceptables, porque dejaban claro que se trataba de alternativas 100% vegetales. Por un momento, parecía que la coherencia y la transparencia habían encontrado un refugio en Bruselas.
Pero apenas unos meses después, la Comisión Europea demostró que la jurisprudencia está al servicio de la industria, no del ciudadano. Propuestas restrictivas limitaron el uso de nombres relacionados con carne o pescado en productos vegetales, supuestamente para “proteger al consumidor”. La ironía es evidente: los productos veganos son transparentes, claros, etiquetados de manera honesta, y aun así se les impide llamarse de forma comprensible. No es protección; es un blindaje para los intereses corporativos de siempre.
Mientras tanto, los insectos caminan por otra senda: el gusano de la harina (Tenebrio molitor), la langosta migratoria (Locusta migratoria), el grillo doméstico (Acheta domesticus) y el escarabajo del estiércol (Alphitobius diaperinus) ya tienen vía libre como “nuevos alimentos”. Aparecen en productos en polvo, desecados o con nombres científicos que el consumidor promedio no reconoce. No hay lista pública de productos ni aplicaciones fiables para identificarlos. En otras palabras, los insectos pueden estar en tu comida y pasar desapercibidos, mientras las hamburguesas vegetales no pueden siquiera usar su nombre sin que la UE ponga objeciones.
El doble rasero es flagrante. Por un lado, los veganos y vegetarianos se enfrentan a barreras legales absurdas que complican la comunicación de sus productos. Por otro, quienes evitan insectos carecen de información suficiente para tomar decisiones seguras. La UE protege intereses corporativos consolidados y castiga la transparencia, todo en nombre de un supuesto consumidor protegido que, en la práctica, queda más desinformado que nunca.
Esta política tiene consecuencias reales en el mercado. Las restricciones sobre nombres veganos reducen la competitividad de empresas emergentes, obligándolas a inventar denominaciones confusas que no comunican de manera inmediata la naturaleza del producto. Mientras tanto, los alimentos con insectos entran al mercado con mínima visibilidad y sin registro público, disfrutando de una opacidad impensable si se tratara de productos vegetales.
En medio de este panorama, los consumidores deben convertirse en detectives: leer etiquetas con lupa, apoyarse en aplicaciones digitales y confiar en sellos como V-Label o hacer la compra escaner en mano, para intentar identificar todas las formas en las que se puede esconder los insectos entre la nomenclatura de los ingredientes. Es triste y lamentable tener que salir a hacer la compra en estos términos, desde la desconfianza y el recelo.
Más allá de la experiencia individual, la política europea revela un patrón preocupante. La UE ha mostrado que está dispuesta a desoír a su propio Tribunal de Justicia para favorecer intereses económicos tradicionales. No es un error administrativo; es una elección deliberada. Los productos veganos transparentes son vigilados y restringidos, mientras los insectos circulan sin visibilidad real, generando un mercado desigual y un consumidor más vulnerable.
El dilema es ético y práctico. Las regulaciones deberían proteger a quienes compran, no a quienes producen. Sin embargo, la UE ha dejado claro que la prioridad es proteger corporaciones establecidas, incluso cuando esto significa ignorar sentencias, crear incoherencias legales y restar transparencia a la información disponible.
Los medios, asociaciones de consumidores y ciudadanos críticos tienen un papel crucial: denunciar estas contradicciones, exigir coherencia regulatoria y reclamar que la UE cumpla con su propio Tribunal de Justicia. Al mismo tiempo, los consumidores deben mantenerse vigilantes, leer etiquetas, apoyar certificaciones confiables y usar herramientas digitales que ayuden a identificar ingredientes de forma clara. La responsabilidad es compartida, porque en un mercado donde la información se controla selectivamente, la atención del consumidor es la última línea de defensa.
La cuestión central es clara: la Unión Europea ha demostrado que la protección del consumidor no es su prioridad; la prioridad es la defensa de la industria cárnica y pesquera, incluso a costa de desoír a su propio Tribunal de Justicia. Esta contradicción no solo cuestiona la coherencia legal europea, sino que plantea un dilema ético: ¿las regulaciones están diseñadas para proteger a quienes compran los alimentos o para proteger a quienes los producen? La respuesta es evidente, y los consumidores deben actuar en consecuencia, porque en esta historia, la transparencia no se regala; se conquista.
