Rufián compra el relato de la ultraderecha sobre inmigración

Estos días hemos asistido a un grave desencuentro ideológico en redes sociales, en el que Pablo Iglesias ha llegado a llamar nazi a Gabriel Rufián, por asociar migraciones y seguridad, en una intervención parlamentaria, algo inédito hasta ahora en el lider de Esquerra Republicana de Cataluña.
A nadie le extraña que la derecha y la ultraderecha asocien inmigración y seguridad, pues entra dentro de su guion. Lo verdaderamente preocupante es que dirigentes que se dicen de izquierdas, como Rufián, empiecen a hablar con el mismo marco, aunque lo adornen con matices. Cuando en el Congreso pides “hablar de seguridad, aunque incomode” y, acto seguido, apelas a que “cinco minutos en un barrio bastan” para ver la inmigración como un “reto” ligado a la seguridad, estás aceptando de facto el relato que lleva años construyendo la derecha xenófoba.
Iglesias podrá ser bronco, exagerado o lo que se quiera, pero el núcleo de lo que dice es cierto: “comprar, aunque sea mínimamente, el discurso que asocia migraciones y seguridad es un error” y “cada centímetro cedido a los nazis les acerca más al gobierno”. Eso no es histeria, es una advertencia sobre cómo funciona el desplazamiento del debate público hacia posiciones cada vez más reaccionarias.
La izquierda no puede fingir que no conoce décadas de investigación criminológica y sociológica, que avalan que no existen “genes delictivos” ni culturas intrínsecamente violentas; y que lo que aumenta el delito es la pobreza, la exclusión, la precariedad, la falta de horizonte vital y la desigualdad estructural. Migrantes y clases populares comparten algo esencial: son los primeros en recibir el impacto de esa violencia social.
Si en las estadísticas aparece que determinados colectivos migrantes delinquen más, la pregunta honesta no es “¿qué les pasa a ellos?”, sino “¿qué les estamos haciendo nosotros?”. ¿En qué condiciones viven, qué papeles tienen, qué empleos se les reserva, qué barrios se les asignan, qué trato reciben de la policía, de los servicios públicos y de los medios? Criminalizar al colectivo más vulnerable y más explotado del sistema, presentándolo como amenaza para “la seguridad”, es darle la vuelta a la realidad: las primeras víctimas del sistema son presentadas como verdugos.
Esta deriva reaccionaria de Rufián ocurre con la vista puesta en el crecimiento de Aliança Catalana y de opciones como Vox, que están pescando votos en barrios obreros a través de un discurso centrado en “inmigración irregular” e “inseguridad ciudadana”. En lugar de disputar ese miedo con propuestas materiales —vivienda, salarios, servicios públicos, regularización, barrios dignos—, algunos sectores de la izquierda han decidido dar por buena la asociación inmigración y problemas de seguridad en los barrios obreros.
Eso no solo es moralmente deleznable; es, además, políticamente suicida. Si el mensaje pasa a ser “hay un problema de inmigración y seguridad, pero nosotros lo gestionaremos mejor”, ¿por qué iba nadie a votar a la copia y no al original? La extrema derecha gana dos veces, pues impone su relato y consigue que sus marcos conceptuales se vuelvan de sentido común.
Claro que se puede y se debe hablar de seguridad en los barrios populares. Pero seguridad no es solo policía y cárcel. Seguridad es saber que podrás pagar el alquiler, que no te van a echar del piso, que el transporte público funciona, que hay luz, calefacción, centros de salud, escuelas dignas y espacios comunitarios donde encontrarse y resolver conflictos sin que todo pase por el código penal. Cuando Pablo Iglesias dice que “la inseguridad la provoca no poder pagar el alquiler, no los migrantes”, está señalando justamente eso, pues si reduces la palabra “seguridad” a “delito callejero asociado a extranjeros”, has comprado el marco equivocado. No es negarse a hablar de problemas reales, es negarse a aceptar la explicación racista y simplista de esos problemas.
Otro punto que conviene subrayar es el papel de los medios. Algunos medios presentan la situación como una “guerra civil ideológica” en la izquierda entre los que “quieren hablar de inmigración y seguridad” y los que “prefieren negarlo todo”. Pero esto es una simplificación ridícula que raya la caricatura. Prácticamente todos los actores políticos y mediáticos hablan de inmigración; la diferencia no es si se habla, sino qué se dice y qué políticas se defienden, en el abanico que oscila entre los discursos instrumentales de Ayuso o Sánchez hasta la defensa, por parte de Podemos, de la regularización y la ampliación de derechos de las personas migrantes.
Presentar a una parte de la izquierda como “purista que no quiere ni pronunciar la palabra seguridad” sirve para legitimar este giro hacia una política de más policía y menos derechos y para dar a figuras como Rufián un aura de “valentía” cuando, en realidad, lo que están haciendo es abrir una rendija para que entre el discurso de la ultraderecha por la puerta principal.
Si algo merece una reprobación moral seria no es señalar la existencia de problemas en los barrios, sino usar esos problemas para apuntar hacia abajo y no hacia arriba. Lo más destructivo es sugerir, aunque sea con muchas cautelas retóricas, que la principal amenaza para la vida de la gente trabajadora es el vecino migrante, en vez de señalar a quienes concentran la riqueza, desmantelan servicios públicos, especulan con la vivienda y producen las condiciones materiales de la violencia cotidiana.
Desde esa perspectiva, tiene sentido coincidir con Iglesias en el fondo, más allá de sus formas, pues cuando un dirigente de izquierdas asume el marco de la derecha y sitúa a los migrantes en el centro del problema de la “seguridad”, deja de estar del lado de las víctimas de este sistema y se coloca, aunque no lo quiera, al lado de quienes llevan años utilizándolas como chivo expiatorio.
